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CAPÍTULO II.
COLIMA.

E

RAN las 2 de la madrugada, el lunes, 11 de octubre, cuando entramos en Colima. Nos tragamos un almuerzo apresurado, y nos retiramos a dormir al igual que los vigilantes, quienes habíamos visto sentados a lo largo de la acera, con fusiles en las manos, y grandes linternas de aceite a sus lados, todos soplaban sus silbatos y, como con una sola voz, arrastraban la hora, "3 de la mañana y todo tranquilo," un procedimiento totalmente innecesario, como las campanas de Catedrales y diferentes Iglesias todas tocan las horas, y de hecho dan la señal a los vigilantes, ninguno de quienes tiene algo como un reloj propio. Parecía como si acabáramos de cerrar los ojos en el sueño de Bienvenida, cuando el aire se llenaba con música estridente y penetrante, el traqueteo de tambor y estruendo de trompetas.

Desperté en un instante, escuché dudando, y durante algunos minutos intenté en vano, decidir donde estaba y que había escuchado. La música era como la animada marcha de Cortez y Pizarro, y sus acompañantes, cuando vinieron a difundir desolación y la religión de la Cruz, a través de pacífica e inofensivas tierras, pero la música debe haber sido siglos mas vieja: Si parecía cualquier cosa originaria desde el diluvio, era "La escarapela blanca".[1]

Miré hacia abajo en la cama, con su sobrecama carmesí y

  1. N. del T. En inglés: "The White Cockade." Una insignia de clan, artículos similares se sabe que fueron utilizados por las fuerzas militares en Escocia, como papel, o "escarapela blanca" (un montón de cinta blanca) de los Jacobitos.