dando muerte en sí mismo a la enemistad. Y viniendo nos anunció la paz a los de lejos y la paz a los de cerca»[1]. Igualmente oportunas son las palabras que el mismo Apóstol dirige a los Colosenses: «No os engañéis unos a otros; despojaos del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del nuevo, que sin cesar se renueva para lograr el perfecto conocimiento según la imagen de su Creador, en quien no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro o escita, siervo o libre, porque Cristo lo es todo en todos»[2].
Entre tanto, confiados en el patrocinio de la Inmaculada Virgen María, que hace poco hemos ordenado fuese invocada universalmente como Reina de la Paz, y en el de los tres nuevos santos[a] que hemos canonizado recientemente, suplicamos con humildad al Espíritu consolador que «conceda propicio a la Iglesia el don de la unidad y de la paz»[3] y renueve la faz de la tierra con una nueva efusión de su amor para la común salvación de todos.
Como auspicio de este don celestial, y como prenda de nuestra paterna benevolencia, con todo el corazón damos a vosotros, venerables hermanos, al clero y a vuestro pueblo la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 23 de mayo, fiesta de Pentecostés de 1920, año sexto de nuestro pontificado.
Notas de la traducción
- ↑ El papa se refiere a San Gabriel de la Dolorosa, Santa Margarita María Alacoque y Santa Juana de Arco.