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Acta de Benedicto XV

en que El dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos. El que tuviere bienes de este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios? Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad»[1]. No ha habido época de la historia en que sea más necesario «dilatar los senos de la caridad» como en estos días de universal angustia y dolor; ni tal vez ha sido nunca tan necesaria como hoy día al género humano una beneficencia abierta a todos, nacida de un sincero amor al prójimo y llena toda ella de un espíritu de sacrificio y abnegación. Porque, si contemplamos los lugares recorridos por el azote furioso de la guerra, vemos por todas partes inmensos territorios cubiertos de ruinas, desolación y abandono; pueblos enteros que carecen de comida, de vestido y de casa; viudas y huérfanos innumerables, necesitados de todo auxilio, y una increíble muchedumbre de débiles, especialmente pequeñuelos y niños, que con sus cuerpos maltrechos dan testimonio de la atrocidad de esta guerra.

El que contempla las ingentes miserias que pesan hoy día sobre la humanidad, recuerda espontáneamente a aquel viajero evangélico[2] que, bajando de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de los ladrones y, robado y malherido por éstos, quedó tendido medio muerto en el camino. La semejanza entre ambos cuadros es muy notable, y así como el samaritano, movido a compasión, se acercó al herido, curó y vendó sus heridas, lo llevó a la posada y pagó los gastos de su curación, así también es necesario ahora que Jesucristo, de quien era figura e imagen el piadoso samaritano, sane las heridas de la humanidad.

La Iglesia reivindica para sí, como misión propia, esta labor de curar las heridas de la humanidad, porque es la heredera del espíritu de Jesucristo; la Iglesia, decimos, cuya vida toda está entretejida con una admirable variedad de obras de beneficencia, porque «como verdadera madre de los cristianos, alberga una ternura tan amorosa por el prójimo, que para las más diversas enfermedades espirituales de las almas tiene presta en todo momento la eficaz medicina»;

  1. 1 Jn 3,16-18.
  2. Cf. Lc 10,30 y ss.