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que contenía la ciega sentencia de muerte que pesaba sobre aquellas nobles cabezas, fué el coronel D. José Videla Castillo. Tomó su cédula sin que se le notase agitación en el paso, la abrió y vió que era blanca, y ningún sintoma do alegría se dibujó en az semblante austero y reposado.

El coronel Ortega, el mayor Magan, los capitanes Reaño, López y D. Pedro José Díaz, tomaron sus cédulas, con igual serenidad, imitando el bello ejemplo que les daba su jefe. A todos ellos les tocó blanca.

Parecía imposible que entre tantas almas tan bien templadas pudiese haber un cobarde, y sin embargo, lo hubo. El nombre de eso infame debe clavarse en la picota de la historia para eterno baldón suyo, y nos honramos en ser los primeros que lo damos á luz, para hacer resplandecer más la sublimidad del heroísmo estigmatizando la co bardía como merece.

Cuando llegó su turno al mayor Tenorio, su rostro se demudó, y retiró instintivamente la mano que iba á meter en el morrión fatal, que contenía la vida é la muerto.

Yo no tomo cédulal—cxclamó al fin, el eobarde Tenorio, después de algunos momentos de vacilación en que no vió por todas partes sino semblantes adustos.

—Tome usted su suerto como los demás le ordenó con imperio García Camba.

Que declare primero el señor—dijo Tenorio, señalando á Lista que estaba á su izquierda—él sabe quiénes son los que protegieron la fuga.

¡Yo no sé nada!—interrumpió bruscamente Lista. Venga la suerte.

—Usted me ha dicho que sabía quiénes eran; y no deben pagar los justos por los pecadores.