con el rostro apoyado contra el suelo. Si con el deseo se pudiera matar, aquellos dos pescadores no hubieran visto más la luz del día, y probablemente yo hubiera muerto en la isla.
Cuando mi cólera se calmó un tanto, me fué preciso comer de nuevo, pero con tal repugnancia que á duras penas pude tragar un bocado. La verdad es que tanto me habría valido haber ayunado, pues aquel alimento me hizo daño nuevamente. Tuve el mismo malestar que al principio; la garganta me dolía de tal modo que casi no podía tragar; tuve un escalofrío tan fuerte que los dientes se entrechocaban y luego me sentí tan enfermo, que me creí proximo á morir, y me encomendé á la clemencia de Dios, habiendo perdonado á todos los hombres, incluso mi tío y los dos marineros. Tan pronto como me hube resignado á lo peor, mi cerebro se despejó: observé que la noche estaba descendiendo, que la humedad había cesado, y que mis vestidos se habían secado bastante; realmente me encontraba en condiciones mejores que nunca desde que me hallaba en la isla, y al fin me quedé dormido con un sentimiento de gratitud.
El día siguiente (el cuarto de esta horrible existencia) hallé que mis fuerzas corporales se habían debilitado mucho; pero el sol lucía; el aire estaba benigno, y lo que pude comer de los mariscos me sentó bien y reanimó mi espíritu.
Apenas había vuelto á mi roca (que era lo primero que hacía después de haber comido), observé un bote que venía por la Sonda con dirección á la islita.
Al instante comencé á esperar y á temer, porque pensé que estos hombres podrían haber reflexionado acerca de