una palabra de los otros dos, y mucho me alegré de que no pudiera ver mi sonrojo.
—¿Fué mucho? —le pregunté un tanto vacilante.
—¡ Demasiado !—gritó.—¡ Cómo! yo le guiaré á Vd.
á Torosay por un trago de aguardiente. Y le proporcionaré á Vd. el placer de la compañía de un hombre de ciencia.
Le dije que no podía comprender como un ciego podría servir de guía; pero se rió á carcajadas diciéndome que su bastón eran sus ojos.
—En la isla de Mull, á lo menos, agregó,—donde conozco cada piedra y matorral por el tacto. Para que Vd. vea que así es, le diré que en esa dirección (que indicó con el bastón) hay una pequeña colina con un peñasco en la cima; al pie de la colina pasa el camino que conduce á Torosay por donde vamos ahora, está bien trillado y deja ver la hierba á trechos.
Tuve que convenir en que tenía razón, y se lo dije.
—¡Ah! eso no es nada,—agregó.— Quiere Vd. creer que antes de que se promulgara la ley que prohibe portar armas en este país, yo podía tirar á la pistola? Sí, podía, —exclamó,—y si Vd. tuviera una pistola aquí con que probar, yo se lo mostraría.
Le dije que no tenía arma semejante y le puse en disposición de explayarse. Por fortuna mía él no sospechaba que yo había visto el mango de su pistola: creyó por lo tanto que estaba bien oculta, y prosiguió su conversación preguntándome con mucha astucia de dónde venía, si era rico, si podía cambiarle una moneda de cinco chelidecía tener en el bolsillo, tratando todo el tiempo de acorralarme y yo apartándome de él. Nos hallábamos nes que