me parecieron algo extrañas, luego las hallé muy cómodas.
Cuando regresé, ya Alán debía de haber referido su historia; porque se comprendió que yo tenía que huir con él, y todos estaban muy ocupados preparando nuestro equipo. Nos dieron á cada uno una espada y pistolas, aunque yo manifesté mi poca habilidad en el manejo de la primera; y con estas armas y algunas municiones, un saco de harina de avena, una vasija de hierro y una botella de legítimo brandy ó coñac francés, estuvimos listos para internarnos en el bosque. Dinero faltaba. Yo tenía solo dos libras esterlinas; el cinturón de Alán había sido despachado con otra persona: ahora todo su capital eran en unos cuantos peniques; y en cuanto á Santiago, parece que sus viajes á Edimburgo y los gastos legales en favor de sus arrendatarios de tal manera habían agotado sus recursos, que á duras penas pudo reunir una suma insignificante, la mayor parte en monedas de cobre.
—Eso de nada me sirve,—dijo Alán.
—Debes buscar un lugar seguro en las cercanías, y decirmelo, dijo Santiago.—Tenéis que poneros en salvo pronto. No es esta la ocasión de detenerse por un poco de dinero. Ellos te seguirán la pista, te buscarán, y te acusarán de todo lo acontecido hoy. Si la culpa recae en tí, recaerá también en mí como tu pariente cercano y tu encubridor mientras estás en el país. Y si la culpa recae en mí. . . . Se detuvo y se mordió los dedos, volviéndose muy pálido. . . . Sería una cosa terrible para nuestros amigos, si me ahorcaran,—agregó.
—Sería un día nefasto para Apín,—dijo Alán.
—Sí, un día en que no quiero pensar, exclamó San-