Y después de una breve pausa, continuó: —Y, Alán, será un jurado todo compuesto de Campobellos.
—Hay una cosa buena, dijo Alán sonriéndose,—y es que nadie sabe su nombre.
—Ni debe saberlo nadie, Alán, te lo juro,—gritó Santiago, como si realmente hubiese sabido mi nombre y renunciase á alguna gran ganancia, pero sí daré las señas del vestido que tenía, su aspecto, su edad y cosas semejantes. Es lo menos que puedo hacer.
—No conozco al hijo de tu padre, dijo Alán severamente. ¿ Quieres vender al muchacho? ¿Quieres hacerle mudar de traje para después hacerle traición?
—No, no, Alán,—dijo Santiago.—No, no: el vestido que se quitó, el vestido en que lo vió Mungo.
Pero á mí me parecía muy abatido, como si tuviera á la vista á sus enemigos hereditarios en el jurado y la horca en perspectiva.
—Bien, señor,—dijo Alán dirigiéndose á mí,—¿qué dice Vd. de eso? Estáis bajo la salvaguardia de mi honor, y tengo que ver que no se haga sino lo que Vdquiera.
—Solo tengo una palabra que decir,—respondí,—nada tengo que ver en toda esta cuestión. Pero lo que aconseja el buen sentido, y lo justo, es que caiga la culpa sobre el culpable, sobre el hombre que disparó el tiro.
Acúselo Vd., persígalo Vd., y deje que las personas honradas é inocentes muestren el rostro con toda seguridad.
Pero á estas palabras mías, tanto Alán como Santiago expresaron su horror, diciéndome que me callara, porque en eso no había que pensar.