De consiguiente, aquella noche Alán llevó la cruz y la fijó en la ventana de Juan Breck. Volvió un tanto inquieto, pues los perros habían ladrado, y las gentes salieron de sus casas, y hasta creyó haber oído el rumor de armas y visto una casaca roja asomarse á una puerta. De todos modos, el día siguiente permanecimos á orillas del bosque, observando la mayor vigilancia, de manera que si venía Juan Breck pudiésemos guiarle y si veíamos á los soldados, tener tiempo para ponernos en salvo.
Á eso de mediodía vimos á un hombre que subía penosamente la montaña del lado del sol, mirando á todos lados. No bien Alán lo percibió, se pusó á silbar; el hombre dió una vuelta y se acercó hacia nosotros; entonces Alán dió otro silbido, y el hombre se acercó más, y así por medio de los silbidos pudo llegar á donde estábamos.
Era un hombre de unos cuarenta años de edad, barbudo, hosco, mal vestido, en extremo desfigurado por la viruela y á la vez lerdo y selvático. Me parecía poco dispuesto á servirnos, pero aquello era efecto del temor.
Alán quería confiarle un mensaje verbal para Santiago, pero él dijo que si no se lo enviaba por escrito, se lavaba las manos en el asunto, pues el mensaje podría olvidarlo.
Creí que Alán se quedaría perplejo con tal proposición, pues no teníamos medios de escribir en aquel desierto; pero era hombre de más recursos de lo que yo pensaba. Se puso á buscar en el bosque hasta que halló una pluma de paloma torcaz, que arregló en forma de pluma de escribir; hizo una especie de tinta con pólvora de su cuerno de caza y agua, y rasgando una punta de su nombramiento de oficial francés (que llevaba en el bol-