sueño febril despertaba para sentarme en el mismo lodazal en que había dormido y para comer un alimento frío, mientras la lluvia me corría por el rostro y las espaldas.
De todas partes se oía el ruido de numerosos torrentes.
Con esta constante lluvia, los valles estaban inundados, y cada torrente había crecido de tal modo que se desbordaba. En nuestros viajes nocturnos era solemne oir la voz de esas corrientes en los valles inferiores, resonando á manera de prolongado trueno.
Durante estas peregrinaciones Alán y yo apenas cambiábamos una palabra. La verdad es que me sentía muy enfermo, lo que puede servirme de excusa. Pero además, yo era por naturaleza poco inclinado á perdonar, muy lento en darme por ofendido, pero aun más lento en olvidar la ofensa; y agréguese que ahora estaba á la vez descontento de mi compañero y de mí mismo. Durante dos días Alán se mostró infatigablemente bondadoso; callado, es cierto, pero siempre listo á servirme y siempre esperando (como yo podía verlo) que se me pasara mi mal humor. Y también durante ese tiempo, permanecí encerrado en mí mismo, nutriendo mi cólera, y rehusando rudamente sus servicios.
La segunda noche, ó mejor dicho, el amancer del tercer día, nos halló en una coliua despejada donde no podíamos seguir nuestro plan de costumbre y acostarnos inmediatamente á comer y á dormir. Antes de que hubiéramos llegado á un punto abrigado, el tiempo empezó á aclarar, porque si bien aun llovía, las nubes se movían á mayor altura. Alán, mirándome al rostro, dió muestras de alguna inquietud.
—Mejor sería que Vd. me diese su paquete,—me dijo