No necesito decir cuánto me alegraba de verlo. La Sra.
Maclaren, nuestra patrona, no pensaba muy bien acerca de semejante huésped; y como uno de los Duncan, que era el nombre del dueño de la casa, tenía dos cornamusas y era muy aficionado á la música, el tiempo de mi convalescencia fué casi una fiesta continua.
Los soldados nos dejaron en paz; aunque ví una vez dos compañías y algunos dragones cruzar por el fondo del valle, donde los podía divisar desde mi lecho por la ventana. Lo más sorprendente fué que no vino á verme ningún magistrado, ni se me preguntó de dónde venía ni á dónde iba, y en aquellos tiempos revueltos y agitados me hallé tan libre de toda investigación como si me encontrase en un desierto. Sin embargo, mi presencia allí fué conocida de todas las gentes de Balquider y sus contornos, antes de que abandonara aquel lugar; muchos venían á visitar la casa, y estas personas esparcían la noticia entre los vecinos. Las citaciones y carteles judiciales habían sido impresos. Uno estaba clavado cerca de mi cama desde donde podía leer mi filiación, no muy lisonjera por cierto, en letras muy grandes, y la suma á que se había puesto á precio mi cabeza. Duncan y el resto que sabían que yo había llegado con Alán, no podían abrigar duda alguna acerca de quien era yo; y otros muchos debían de haberlo sospechado; porque si bien mis vestidos eran otros, no podía cambiar mi edad ni mi persona; y jóvenes de diez y ocho años y de las Tierras Bajas de Escocia no abundaban en aquellos lugares; y, además, atando cabos aquí y allí, no podían menos de relacionarme con los carteles. Y así fué.
Otras personas guardan un secreto entre dos ó tres amigos íntimos, y al