migos. Ninguno de los dos era corpulento ni alto; pero parecía que el orgullo los hacía crecer realmente. Cada cual ceñía una espada, y merced á cierto movimiento de la cadera se destacó la enpuñadura, como para que estuviera más á la mano para hacer uso del arma.
— El Sr. Stuart? creo,—dijo Robín.
—En efecto, Sr. Macgregor, no es un nombre de que pueda uno avergonzarse, contestó Alán.
—Yo no sabía que estuviese Vd. en mi tierra, señor, —dijo Robín.
Me parece que estoy en la tierra de mis amigos los Maclarens,—dijo Alán.
—Eso importa poco,—replicó el otro, y en ese particular hay algo que agregar. Pero me parece haber oído decir que Vd. es un hombre que maneja la espada.
—Á menos que hubiera Vd. nacido sordo, Sr. Macgregor, debe haber oído Vd. algo más que eso,—dijo Alán.—Yo no soy el único hombre que puede manejar la espada en Apín; y cuando mi pariente y capitán, Ardiel, tuvo una conversación con un caballero del apellido de Vd., no hace muchos años, jamás he oído decir que Macgregor llevara la mejor parte.
—¿Se refiere Vd. á mi padre ?—dijo Robín.
—Pudiera ser, contestó Alán. El caballero á quien me refiero tuvo el mal gusto de agregar el nombre de Campobello á su apellido.
—Mi padre era un anciano,—replicó Robín, el combate era desigual. Vd. y yo haríamos una pareja mejor.
—Estaba pensando justamente en eso,—dijo Alán.
Yo me hallaba casi fuera de la cama, y Duncan había estado observando á estos dos gallos peleadores, dispuesto