—Sí,—le respondí.
—David,—me dijo,—Vd. es un hombre de poca inventiva y de menos fe. Pero déjeme Vd. aguzar mi entendimiento, y si no puedo conseguir un bote de cualquiera manera que sea, construiré uno.
—Muy bien, si pasamos el puente, dije, éste no puede hablar; pero si cruzamos el brazo de mar en un bote, éste se quedará en una orilla. Alguien lo ha traído, pensarán, y comenzarán á sospechar.
—¡ Hombre !—dijo Alán,—si encuentro un bote, haré también que alguien lo vuelva al punto de partida.
Por lo tanto, no diga Vd. más por el estilo, sino continúe andando, y deje que Alán piense por los dos.
De consiguiente estuvimos andando toda la noche, y á eso de las diez de la mañana, con mucha hambre y extremadamente fatigados llegamos á un lugar llamado Limekilns, cerca de la orilla del Hope y de la ciudad del Embarcadero de la Reina. Se percibía el humo de las chimeneas de dicha población y de varias aldeas y cortijos de los contornos. Los campos estaban bien segados: había dos buques anclados y se veían botes subir y descender el Hope. Era para mí un espectáculo muy grato, que no me cansaba de contemplar, deteniendo las miradas en aquellas verdes colinas cultivadas y en la gente atareada en mar y tierra.
Allí, en la orilla meridional, estaba la casa del Sr.
Rankeillor, donde tenía la seguridad de que me esperaban el bienestar y la riqueza; y aquí, en la orilla septentrional, me encontraba miserablemente vestido, con unos pocos cuartos en el bolsillo por todo capital, la cabeza puesta á precio, y un foragido por sola compañía.