chaleco, también la bata que llevaba, en vez de levita y sobre una camisa harapienta. Hacía tiempo que no se afeitaba, pero lo que más me desagradaba y hasta inquietaba es que ni apartaba los ojos de mí ni me miraba faz á faz. Lo que él era, ó por nacimiento ó por oficio, estaba fuera de mis alcances adivinarlo; pero me parecía algo así como un antiguo é inútil sirviente á quien se había confiado el cuidado de aquella gran casa, dándole simplemente la comida.
— Tiene Vd. hambre?—me preguntó mirándome de arriba abajo.—Puede Vd. comer ese poco de potaje.
Le dije que temía fuera su cena.
¡Oh!—me contestó,—puedo pasarlo sin él. Beberé la cerveza, puesto que me ablanda la tos.
Y diciendo esto bebió como media taza sin desviar sus miradas de mí, y de repente extendió la mano diciéndome.
—Déjeme ver esa carta.
Le dije que la carta era para el Sr. Balfour, y no para él.
—¿Y quién cree Vd. que soy yo?—dijo.— Déme Vdla carta de Alejandro.
—¿ Vd. conoce el nombre de mi padre?
—Sería muy extraño que no lo conociera,—me replicó, —porque era mi hermano carnal; y aunque yo no le guste á Vd., ni mi casa, ni mi buen potaje, con todo eso soy su tío carnal, mi buen David, y Vd. es mi sobrino. Por lo tanto, déme la carta, siéntese y coma.
Si hubiera yo sido algunos años más joven, con la vergüenza, fatiga y desengaño que tenía, creo que habría rompido en llanto; pero entonces no pude hallar palabras