tarse entretanto; y entonces, nos detuvimos un instante y miramos á Edimburgo en silencio.
Bien! ¡ Adiós!—dijo Alán extendiéndome la mano izquierda.
—¡Adiós !—le dije estrechándole la mano ligeramente, y comenzó á bajar la colina.
Ninguno de los dos miró al otro cara á cara; ni en todo el tiempo que permaneció visible volví la cabeza para mirar al amigo de que me separaba. Pero á medida que avanzaba hacia Edimburgo, me sentía tan solo, tan abandonado de todos, que hubiera podido sentarme junto al camino y gritar y llorar como un niño.
Sería cosa del mediodía, cuando entré en la capital de Escocia. La tremenda magnitud de los edificios, de diez y hasta quince pisos; las estrechas puertas de los mismos, en forma de arco, por donde continuamente entraban y salían innumerables personas; las mercancías desplegadas en las vidrieras de las tiendas; el bullicio y animación de las calles y otras muchas cosas demasiado pequeñas para mencionarse, me llenaron de una especie de estupor y sorpresa, de manera que me dejé arrastrar por la multitud, de aquí para allá: y sin embargo, durante todo este tiempo, estaba siempre pensando en Alán en el lugar llamado el Descanso; y también durante todo este tiempo, sentía en mi interior una especie de remordimiento así como por algo mal hecho.
En fin, mis divagaciones, á la buena de Dios, me llevaron á las puertas mismas del Banco de la Compañía Británica.
(Allí, con la mano justamente á punto de tocar una