pronto sería arrojado mi cadáver, resonaba en mis oídos de una manera extraña.
—Antes de todo, dijo Alán,—¿cuántos son nuestros contrarios?
Los conté; pero estaba tan agitado que tuve que hacer de nuevo mi cuenta.
—Quince, —dije.
Alán se puso á silbar.
—Bien,—dijo,—no lo podemos remediar. Ahora, présteme Vd. atención. Es mi intento mantenerme en esta puerta, donde creo que se librará lo más recio del combate. En ese no tendrá Vd. parte. Y tenga cuidado de no hacer fuego á menos que me derriben; pues prefiero tener diez enemigos delante de mí, á un amigo como Vd. disparando pistolas á mis espaldas.
Le dije que en realidad yo no valía gran cosa como tirador.
—Hay valor en decir eso,—exclamó admirando mi sinceridad. Más de un gentil caballero no se atrevería á confesarlo.
—Pero además, señor,—dije, hay la otra puerta detrás de Vd., que tal vez fuercen.
—Sí,—dijo,—y eso queda á su cuidado. No bienestén cargadas las pistolas, subirá Vd. á aquel camarote que está cerca de la ventana, y si pusieren una mano en la puerta, fuego con ellos. Pero eso no es todo. Quiero hacer de Vd. un soldado. ¿Qué más tiene que guardar?
—Hay también la claraboya,—dije. Pero tengo que multiplicar las miradas para vigilar ambos lados, porque cuando tengo fija la vista en uno, no puedo ver el otro.