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me vinisteis a llamar,
y con tal delicadeza
y tan tímida constancia
os pusísteis a tocar,
que no oí»—dije—y las puertas
abrí al punto de mi estancia;
¡sombras sólo y...

nada más!

Mudo, trémulo, en la sombra por mirar haciendo empeños,
quedé allí, cual antes nadie los soñó, forjando sueños;
más profundo era el silencio, y la calma no acusaba
 ruido alguno... Resonar
sólo un nombre se escuchaba que en voz baja a aquella hora
 yo me puse a murmurar,
y que el eco repetía como un soplo: ¡Leonora...!
 esto apenas, ¡nada más!
A mi alcoba retornando con el alma en turbulencia,
pronto oí llamar de nuevo,—esta vez con más violencia,
«De seguro—dije—es algo que se posa en mi persiana;
 pues, veamos de encontrar
la razón abierta y llana de este caso raro y serio,
 y el enigma averiguar.
¡Corazón! Calma un instante, y aclaremos el misterio...
 —Es el viento—y nada más!»

La ventana abrí—y con rítmico aleteo y garbo extraño
entró un cuervo majestuoso de la sacra edad de antaño.
Sin pararse ni un instante ni señales dar de susto,
 con aspecto señorial,
fué a posarse sobre un busto de Minerva que ornamenta
 de mi puerta el cabezal;
sobre el busto que de Palas la figura representa,
 fué y posóse—¡y nada más!