y que recién ahora la oscurece la pena
con la torva amargura de una arruga muy honda.
Ronda a paso de lobo por nuestra casa, ronda
la tristeza, la angustia,
que ya ha puesto sus fríos labios en una mustia
carita enflaquecida.
Es que el nene está enfermo. Cesó la voz querida
de rumorear sus charlas adorables con esa
locuacidad que hacía bulliciosa la mesa.
¡Ay el gesto atufado de su enojo risueño
y los cantos que apenas cesaban cuando el sueño
como dos invisibles alitas de alguaciles,
le tocaba en sus ojos con sus dedos sutiles!
« — ¡Abuelita, abuelita, hazme pronto la cama!»
¡Qué triste ahora, abuela, el nene no te llama!
Por las habitaciones vaga como algo extraño
un silencio penoso que se diría huraño,
y tú vas arrastrando tu cansancio de días
e inútiles son todas las filiales porfías
para que te recuestes un momento siquiera:
« — ¿Qué espera mamá vieja? a acostarse... ¿qué espera? — »
Y sabemos el dulce temor que te detiene:
¿Quién, como la abuelita, cuidaría del nene?
Niño Dios, Nazareno
de las rubias estampas, coronado de espinas,
que curabas las llagas con tus manos divinas:
¿no podrías ser bueno
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Evaristo Carriego.