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Evaristo Carriego

saben de los martillos que no aplastan
los ímpetus hermosos, más hermosos
después del golpe que sobre ellos baja;
y en la espera, nerviosa, del momento
del derrumbe final; la última etapa,
a través de las brumas sigilosas
que puedan ocultar la Ciudad blanca,
se descubren, allá, en otro horizonte,
espléndidas auroras que se alzan,
los risueños Orientes — ¡bienvenidos! —
los iris eternales del mañana;
¡arcos gloriosos de los triunfos nuevos
por donde toda la Epopeya pasa!
 
Y tras el loco batallar de siglos,
así como después de la jornada
en infinitas gotas se traduce
la honra del sudor sobre las caras,
sobre las rudas frentes, pensativas
como un viejo Pesar que meditara,
la cicatriz de sangre se resuelve
en agua de Perdón que todo lava,
en agua dulce y bautismal, borrando
las huellas más infames, más amargas,
¡como un Jordán de Olvido que quitase
hasta el recuerdo mismo de las manchas!