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bajas y cochambrosas realidades. ¿Sería aventurado afirmar que en esta narración, tan francesu y tan del siglo XVIII, con tan señalada tendencia al sentimentalismo de la época, hay un punto sutil de enlace con el vigoroso tronco de la novela picaresca española? Siempre el amor florece entre la trapaza de la picardía. En La Celestina, la tragicomedia de nuestro Fernando de Rojas, toreros, picaros y rufianes, son como fronda viciosa que ahoga la delicada flor amorosa de Calixto y Melibea. En la novela del abate Prévost, el cmor desventurado se arrastra por el hospital y la cárcel; son bravucones y fulleros auxiliares y valedores suyos. Claro que el eco de la picardía española, seca y dura, es muy débil en este relato, tembloroso de amor y húmedo de lágrimas. En el romanticismo del siglo XIX fermenta la levadura romántica de Des Grieux, despojada de la sensualidad propia del siglo anterior, y el espíri tu de Manon, encarna, ennoblecido en la figura de Margarita Gauthier, por obra y gracia de Dumas, hijo.

Desde que la Historia de Manon Lescaut dióse a la luz en La Haya, el año 1781, las mejores plumas francesas han apostillado con escolios y glosas las márgenes de esta novela de pasión. Y si Napoleón pudo decir en Santa Elena que era un relato escrito para lacayos, Alfredo de Musset jura en verso que amaría a Manon si viviera, y Maupassant afirma que en esta "figura tan llena de seducción y de instintiva per perfidia, el escritor Tipy