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música de los bosques filipinos, hacía más agradables aun ofreciendo por decirlo así un concierto silencioso.

Bajé y me dispuse a tomar el baño.

Hay un sendero que partiendo del camino frente a la casita sigue bordeando el Dampalit, dando de distancia en distancia pequeñas ramificaciones que servían para descender al agua. A ambas orillas del arroyo, que no son muy altas crecen y se elevan todos los hijos de la vejetación exhuberante y tropical. Las cañas, los plátanos, el papayo entrelazados bien por sus mismas ramas, bien por todo un mundo de enredaderas, parásitos y trepadoras formaban una verde bóveda que sumisa al arroyo en dulce sombra defendiendo del sol y del viento. Al pie de estos árboles y besando inclinados el cristal líquido se balanceaban una multitud de plantas y arbustillos matizados de pequeñas florecillas amarillas rojas o azules. Bajo aquella umbrosa enramada deslizábase tortuosa entre piedras sembradas y fina arena la exigua pero fresca y cristalina corriente.

Tres mujeres agrupadas y sentadas sobre enormes piedras lavaban ropas y turbando el silencio con el acompasado batir de sus polos. Alejéme de aquel estruendo y remontando la corriente fuí en busca de mejores parajes. A medida que iba subiendo la corriente notaba yo que se volvía más sombrío, más fresco el arroyo, que las plantas y las flores se iban haciendo más hermosas y variadas, y que volaban ya en parejas ya persiguiéndose enamoradas mariposas de variadas matices libélulas ya azules, rojas, moradas etc. y varios insectos, felices en medio de aquel florido Edén. Al verlos alzar sobre las flores silvestres, esas flores del Aire, al oir su monótono y mórbido canto de placer o himno de gozo, de gozo tal vez y se considera la brevedad de su existencia, bien podría el hombre envidiarles si este no tuviese otros fines.

Bañábame así subiendo el curso del río y me sentía ya fatigado cuando perciben mis oídos una fresca vocecita tarareando una alegre canción. El riachuelo daba en aquel paraje un violento recodo lo que me hizo suponer que la que cantaba debía estar muy cerca. Deseoso de conocerla proseguí mi paseo fluvial y ¡qué agradable sorpresa se presentó entonces a mis ojos!

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