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QUO VADIS

ba un tinte de color de rosa, brillaban encendidas las estrellas; pero, contra lo que sucedía habitualmente, ahora la tierra ostentaba fulgores más vividos que los fulgores del cielo.

Roma, semejante á una pira gigantesca, iluminaba toda la Campania.

A los resplandores de aquella luz de color de sangre, mirábanse á lo lejos los montes y pueblos, las casas de campo, los templos y monumentos, y los acueductos que se extendían hacia ciudad desde las colinas adyacentes; sobre los acueductos había verdaderos enjambres de pue blo, que allí había encontrado su salvación ó acudido á contemplar el incendio.

Entretanto, el terrible elemento seguía abarcando nuevos barrios de la ciudad.

Imposible era abrigar dudas acerca del hecho de que había manos criminales encargadas de propagar el fuego, puesto que á cada instante veíase estallar nuevcs incendios, aún en puntos situados á remota distancia del foco principal.

Desde las alturas sobre las cuales se hallaba Roma ediflcada, afluían las llamas cual ondas de la mar hacia los valles densamente ocupados por casas,—edificios de cinco y seis pisos llenos de tiendas, barracas, anfiteatros portátiles de madera destinados á representaciones de diverso carácter; y finalmente almacenes de leña, aceitunas, granos nueces, piñones,—fruto este último que servía para la alimentación de la mayor parte de la población menesterosa, —y vestidos, que por favor del César se repartian de tiempo en tiempo entre la plebe hacinada en las buhardas de las calles estrechas. Habiendo encontrado el fuego en esos sitios abundancia de materias inflamables, produjo una serie de explosiones é invadió calles enteras con increible rapidez.

La gente acampada en las afueras de la ciudad ó sobre