anciano, sino un potentado que acababa de apoderarse de sus almas y levantarlas del polvo en que teníalas abatidas el terror.
Y muchas voces dijeron entonces: —¡Amen!
Y los ojos del Apóstol parecieron irradiar una luz cuya intensidad aumentaba por grados; y en su aspecto había majestad, fuerza y santidad.
Inclináronse ante ella las cabezas, y él, cuando se hubieron apagado los últimos ecos de su oración, prosiguió diciendo: —Estais sembrando lágrimas para cosechar alegrías.
¿Por qué teméis al poder del mal? Sobre la tierra, sobre Roma, sobre las murallas de las ciudades, está el Señor, que ha venido á fijar su morada entre vosotros. Las piedras han de quedar inundadas en lágrimas, la tierra empapada en sangre, y los valles se han de ver llenos con vuestros cadáveres; con todo, os digo que triunfaréis.
El Señor se adelanta ya á la conquista de esta ciudad de crimen, opresión y orgullo; y vosotros formais sus legiones avanzadas. El rescató con su propia sangre y su martirio los pecados del mundo, y así quiere El también que vosotros rescatéis con el martirio y la sangre este nido de injusticia. Y esto, El os lo anuncia por mi boca.
Y abrió los brazos y fijó la vista en el cielo.
Y los corazones sintieron detener sus latidos, porque comprendían que aquella mirada del Apóstol trasponía los espacios y llegaba hasta regiones inaccesibles á los mortales ojos de ellos.
Y efectivamente habiase transfigurado el rostro de Pedro y se advertía en él una sobrehumana tranquilidad, en tanto que seguía silencioso con la vista fija en el cielo y come en un éxtasis que le hacía enmudecer; mas al cabo de algunos instantes dejóse oir de nuevo su voz.
—Tú estás aquí, Señor,—dijo,—y me revelas tus altos designios. ¡Gracias te sean dadas por ello, Cristo mío!