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QUO VADIS

próximas; echándose los demás y empezando á rascarse los flancos y á bostezar pesadamente.

Entonces el público, perturbado el espíritu y ebrio de sangre y de ferocidad, empezó á gritar con voces enronquecidas: —Los leones! ¡Los leones! ¡Haced salir á los leones!

En realidad los leones habían sido reservados para el día siguiente; pero en los anfiteatros el pueblo acostumbraba imponer su voluntad á todos, aún al mismo César.

Solamente Caligula, insolente y voluble, había osado á las veces contrariar sus caprichos, llegando en ocasiones hasta ordenar que se apaleara al pueblo; más también solía ceder en la mayor parte de los casos.

Pero Nerón, que amaba los aplausos más que ninguna otra cosa en el mundo, nunca resistía á la voluntad popular.

Mucho menos había de resistir ahora que deseaba ablandar al populacho excitado á causa del incendio, y se trataba de los cristianos, sobre quienes quería hacer que recayese la responsabilidad de la catástrofe.

En consecuencia, hizo una señal para que abriesen el cuniculum, visto lo cual por el pueblo, se aquietó éste al punto.

Y rechinaron en seguida las puertas detrás de las cuales se hallaban los leones.

A la vista de éstos, agrupáronse los perros, dando pequeños aullidos lastimeros, en el lado opuesto del Circo.

Penetraron los leones, uno tras otro, inmensos, castaños, soberbios con sus grandes cabezas melenudas.

El César mismo volvió hacia ellos su rostro fatigado y se puso al ojo la esmeralda para ver mejor.

Los augustianos recibieron a los leones con aplausos; la multitud los contaba con los dedos y observaba curiosa y anhelante á los cristianos arrodillados en el centro del Circo, á fin de ver qué impresión producía en ellos la vista de las fieras.