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QUO VADIS

vertía en su semblante por debajo de aquella corona de rosas.

Ni había cambiado tampoco su corazón; pues así como en el cuniculum amenazara con la cólera de Dios á aquellos da sus hermanos que á la sazón se hallaban cosidos dentro de peles de fieras, así ahora estaba su boca fulminando rayos en vez de frases de consuelo.

—Dad gracias al Redentor,—decía,—porque ha querido permitiros que murais de la propia muerte que El. Puede que siquiera una parte de vuestras culpas os sea perdonada por esta causa; pero, temblad! porque El hará justicia y no es posible que haya un premio para el justo y á la vez para el pecador.

A sus palabras acompañaba el ruído que hacían los martillos al enclavar las manos y los pies de las victimas.

A cada momento ibanse levantando más y más cruces sobre la arena; y Crispo, volviéndose al grupo de cristianos que á la sazón se hallaban al lado de sus respectivos maderos, prosiguió diciendo: —Yo veo el cielo abierto, pero veo también abierto el profundo abismo infernal. No sé qué cuenta he de dar de mi vida al Señor, aun cuando yo he creido, y he aborrecido el mal. No temo á la muerte, sino á la resurrección; no temo á la tortura, sino al juicio, porque el día de la colera se acerca.

En ese momento dejóse oir de entre las hileras de asientos más cercanos, una voz tranquila y solemne, que dijo: —No es el día de la cólera, sino el de la misericordia el que se acerca; el día de la salvación y de la bienaventuranza; porque en verdad os digo que Cristo ha de acogeros en su seno, ha de consolaros y sentaros á su diestra. Tened confianza, porque abierto está para vosotros el reino de los cielos.

A estas palabras, todos los ojos volviéronse hacia los asientos, y aun los que ya pendían de las cruces alzaron