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QUO VADIS

habría de matar antes de que le fuese dado ver el espectáculo.

En cierto modo parecía que en el fondo de su corazón palpitaba todavía la esperanza de que por ventura Ligia no se hallaba en el anfiteatro y de que eran infundados sus temores.

Por momentos aferrábase á esta esperanza con todas sus fuerzas. Y se decía interiormente que bien podía Cristo hacer que volara ella á su lado desde la prisión, mas no podía permitir que fuese torturada en el Circo.

Antes habíase resignado en todo á la voluntad divina; pero ahora, después de haber sido rechazado de las puertas de los cunicula, volvió á su sitio en el anfiteatro y cuando se convenció, por las miradas llenas de curiosidad que le dirigían, que bien pudieran ser efectivas hasta las más horrendas suposiciones, empezó á implorar á Dios desde lo intimo de su alma, con una vehemencia que tocaba los límites de la amenaza.

—Tú no puedes!... ¡Tú no puedes!...—repetía, temblándole todo el cuerpo y apretando convulsivamente los puños.

Hasta entonces no había podido ni siquiera imaginarse que aquel momento de anhelante espectación hubiera de ser tan terrible.

Y ahora, con una conciencia clara de lo que estaba desarrollándose en su ánimo, sentía que si hubiera de ver torturar á Ligia, su amor á Dios podía transformarse en odio, y en desesperación su fe.

Pero aquel sentimiento le llenaba á la vez de estupor, pues temía ofender á Cristo en los propios instantes en que estaba pidiéndole su misericordia y la realización de un milagro.

El ya no imploraba á Dios que conservara la vida á Ligia: pediale simplemente que la dejase morir antes de que fuera traída á la arena; y desde lo profundo de los abismos de su dolor, repetía espiritualmente: