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QUO VADIS

si tal sucede, no olvides que la causa de ello será este pobre y enflaquecido hijo de mi padre.

Afluyó la sangre de Vinicio a su cabeza, y la tentación se apoderó nuevamente de todo su sér. Sí, ese era el medio acertado, y en esta ocasión seguro. Si llegara él á tener á Ligia en su casa, ¿quién habría de arrebatársela?

Una vez que la hubiera hecho su amante, ¿qué otro arbitrio quedaría á la joven, sino resignarse para siempre á esa condición? ¡Y entonces, bien podían perecer todas las religiones!

¿Qué significarían para él ya los cristianos con su misericordia y con su fe prohibitiva? ¿No era tiempo de sacudirse de todo aquello? ¿No era tiempo de vivir como vivían todos? ¿Qué haría Ligia después, sino conciliar su suerte con la religión que profesaba? Y esta era, asimismo, cuestión de importancia secundaria. Primero, y antes que todo, Ligia seria suya, y eso, ahora mismo. Y también quedaba por ver si esa religión lograría sobreponerse en la joven á todo y triunfar en su alma contra el mundo nuevo para ella en que iba á vivir, contra la opulencia que iba a rodearla y las emociones que iba á experimentar.

Y todo aquello era fácil de realizar ese propio día. Bastábale tan sólo detener á Chilo y dar las órdenes del caso apenas obscureciera. ¡Y en seguida, un mundo sin fin de delicias!

—¿Qué ha sido hasta hoy mi vida?—pensaba Vinicio.

—Un cúmulo de sufrimientos, de anhelos, no satisfechos, y una interminable sucesión de problemas de imposible solución! De esta manera podrá terminarse todo en la más expedita y rápida forma.

Cierto es que venia por instantes á su mente el recuerdo de la promesa que había hecho de no levantar una mano en contra de la joven. Mas, ¿por quién había jurado?

No por los dioses, porque no creía en ellos, ni por Cristo, porque tampoco creía en él aún.