pensamiedto oportuno cruzó por su cerebro como un relámpago.
—Escucha, Urbano,—dijo.—Yo vivo en Corinto, pero he venido de Cos; y aquí en Roma instruyo en la religión de Cristo á una doncella llamada Eunice. Esta sirve en calidad de vestiplice en la casa de un amigo del César, llamada Petronio. En esa casa he sabido cómo Glauco se ha comprometido á traicionar á todos los cristianos, y además ha prometido á Vinicio, que es otro de los delatores de que se sirve el César, encontrar entre los cristianos y entregarle á una cierta doncella...
Aquí se detuvo y miró con sorpresa al obrero, cuyos ojos chispearon repentinamente cual si fueran los de una fiera, en tanto que en su rostro pintábase una expresión de ira violenta y de amenazas.
—¿Qué te sucede?—preguntó Chilo aterrorizado.
—Nada, padre; mañana mataré á Glauco.
El griego guardó silencio.
Un momento después tomó del brazo al obrero, le hizo volverse de manera que la luna diera, de lleno en su semblante y le examinó con cuidado.
Evidentemente se estaba librando en su interior una lucha acerca de si llevaría más adelante sus preguntas y haría plena luz en el asunto, ó si por el momento se mostraba satisfecho con lo que había oido y sospechado.
Por fin prevaleció su ingénita prudencia.
Respiró abiertamiente una y otra vez; y luego, volviendo á colocar su mano sobre la cabeza del obrero, le preguntó con voz enfática y solemne: —¿En el Santo Bautismo, te dieron el nombre de Urbano?
—Sí, padre.
—Entonces, Urbano, ¡que la paz sea contigo!