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QUO VADIS

za entre los pliegues de su manto, permaneció así en silencio.

—¡Paz á vuestras almas!—dijo Pedro.

Y viendo á sus pies á la niña preguntó qué había ocurrido.

Crispo empezó entonces á narrar todo cuanto Ligia le había confesado, su amor culpable, su deseo de huir de la casa de Miriam,—y el pesar que él sentía al ver que una alma que había pensado ofrecer á Cristo pura como una lágrima, se hubiera manchado con afectos terrenales hacia un cómplice de todos los crímenes en que se hallaba encenagado el mundo pagano y que clamaba la venganza de Dios.

Ligia, mientras duraba esta narración, abrazaba con creciente fuerza los pies del Apóstol, cual si ansiara encontrar un refugio cerca de ellos, y tambien para pedir con fervor un poco de compasión.

El Apóstol, cuando hubo escuchado el caso hasta el fin, se inclinó y posó la mano derecha sobre la cabeza de la niña; en segurda, alzando la vista hacia el anciano presbítero, le dijo: —Crispo, ¿no has oido decir que nuestro amado Maestro estuvo en Canaan en unas bodas y bendijo el amor entre el hombre y la mujer?

Crispo dejó caer las manos y miró al Apóstol con asombro, sin poder articular palabra.

Despues de un momento de silencio, Pedro volvió á preguntar: —Crispo ¿crees tú que Cristo, que permitió á María de Magdala postrarse á sus pies y que perdonó á la pública pecadora, apartaría los ojos de esta virgen, que es pura como un lirio de los campos?

Ligia se estrechó más á los pies de Pedro, sacudida por los sollozos y comprendiendo que no en vano había buscado en él su refugio.