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QUO VADIS

ella latente y adormecido; y que en aquel momento, uno como nebuloso ensueño iba presentándosele á la vista y tomando más y más definidas, y halagadoras, y hermosas formas.

Entre tanto, el sol había, salvado la línea del Tiber desde hacia rato é ido á hundirse por sobre el Janiculo (1).

Por encima de los inmóviles cipreses caia la luz dorada que llenaba toda la atmósfera. Ligia alzó hasta Vinicio sus azules ojos, como si en aquel instante despertara de un sueño; y el joven, al inclinarse entonces hacía ella y mirarla con ojos en que temblaba una súplica, presentóse á la sazón á la doncella, visto, á los reflejos de la tarde, como el más hermoso de los hombres, más hermoso que todos los dioses griegos y romanos cuyas estatuas había ella visto en las fachadas de los templos. Y oprimiéndola Vinicio con los dedos ligeramente el brazo, más arriba de la muñeca, la dijo: —¿No adivinas lo que te estoy diciendo, Ligia?

—No,—contestó ella en voz tan baja y contenida que el joven alcanzó apenas á oirla.

Mas él no la creyó. Tomó la mano de Ligia, atrájola más vigorosamente hacia su cuerpo, é iba á llevarla ya á su corazón, el cual, bajo la influencia de los deseos despertados por aquella virgen de maravillosa hermosura, daba palpitaciones semejantes á los golpes de un martillo, y la hubiera dirigido un torrente de frases llenas de fuego, si en ese instante no apareciera Plaucio, quien habiendo venido por un sendero que atravesaba un cerco de mirtos y aproximándose á los jóvenes, les dijo: —Se está poniendo el sol; así, pues, tened cuidado con el frío de la tarde. No hay que chancearse con Libitina.

(Proserpina. La Muerte.) —Me he quitado la toga—replicó Vinicio y no siento el frío.

(1) Uno de los siete montes de Roma del otro lado del Tiber