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QUO VADIS

tante, una ligera arruga de súbita cólera y de dolor, se dibujó en su frente. Ante ese ceño habían temblado un tiempo las legiones de Bretaña, y ahora mismo una expresión de temor dejábase ver en el semblante del propio Asta. Pero en vista de la orden, Aulio Plaucio, sentíase indefenso. Permaneció por espacio de algunos instantes con la vista fija en las tablas y en el sello cesáreo; en seguida alzó los ojos, y mirando al viejo centurión le dijo: —Aguarda, Asta, en el atrium; en breve te será entregada la rehén.

Y dichas estas palabras, se dirigió al otro extremo de la casa, al vestíbulo llamado cecus, en donde Pomponia Graecina, Ligia y el pequeño Aulio le aguardaban llenos de zozobra y de temor.

—La muerte á nadie amenaza; tampoco el destierro á lejanas islas, dijo.—No obstante, el mensajero del César es un heraldo de infortunio. Se trata de ti, Ligia.

—¿De Ligia?—exclamó atónita Pomponia.

—Si,—contestó Aulio.

Y volviéndose á la niña, agregó: —Ligia, has sido criada en casa como hija nuestra, y como á tal te amamos, Pomponia y yo. Pero sabe que no eres nuestra hija. Eres un rehén dado á Roma por tu pueblo y tu custodia corresponde al César. Así, pues, el César es quien de nuestra casa te arranca.

El general dijo estas palabras con tranquilo acento, pero con una insólita y extraña inflexión de voz. Ligia le escuchaba con los ojos en blanco, cual si no comprendiera de qué se trataba. Pomponia palideció intensamente.

En las puertas que conducían del corredor al cecus empezaron por segunda vez á mostrarse los aterrorizados semblantes de los esclavos.

—La voluntad del César debe ser cumplida, —dijo Aulio.

—Auliol—exclamó Pomponia rodeando á la doncella