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estampido aquella escena fantástica y funesta luminaria; pero cada vez eran más tardíos los ecos de las máquinas de guerra , y estos ecos, atendidos desde una dura cama, metida allá en el último rincón de un sucio y empobrecido alojamiento, despertaba tal vez en el que allí acudia para el descanso de sus fatigas anteriores, la idea que debe despertar la campana de la agonia cuando dobla por el espirante que aun la oye.

A todo ello, aunque Elizondo estaba en los dias de su mayor aprieto por efecto del cerco, parecía haberse sumergido; tanta era la mudez en su fondo, y tan pocas apariencias de vida se notaban en su recinto. Los centinelas de entorno movíanse acompasados en las sombras, más semejantes á autómatas circunscritos á discurrir dentro del límite de diez pasos, que seres animados; y solo la voz de alerta, que proferían perezosamente de cuarto en cuarto de hora, alternaba con el eco de los montes, degradando el sonido hasta perderse en la vaguedad, lejos, muy lejos.

Las grandes guardias, sentadas, sin fumar ni hablar, velaban en sigilo con el fusil entre las manos; los escuchas se tendían á distancia con el oído atentísimo pegado contra la tierra, y cada soldado imaginaba ver un vestiglo, ó recordaba los cuentos de trasgos que oyera referir en su niñez, ó traía á la memoria las sorpresas con que en ocasiones parecidas había recibido susto y arriesgado la vida por un poco de sueño, en mal hora venido á sus ojos y en peor momento logrado.

De vez en cuando reventaba una bomba dentro de la población y con siniestra claridad lucia un instante para alumbrar su propio estrago.

Jamás ardieron tanto las hogueras en el campo de los sitiadores, mientras que iba decreciendo el ruido de la artillería hasta que cesó completamente.

Al crepúsculo del alba sacaron los sitiados sus descubiertas, y con gozosa extrañeza se encontraron estas sin oposición á su paso, y reconocieron que el campamento enemigo estaba levantado.

Novedad de tanta monta llegó pronto á noticia de la guarnición y del vecindario de Elizondo, y fué celebrada por los soldados con cierto aire de júbilo arrogante que contrastaba con la frialdad que la recibian los patrones.

El Gobernador accidental de Elizondo era uno de esos militares que bajo el nombre de guerrilleros nos son hoy conocidos y se