Página:R.E.-Tomo X-Nro.40-Id.04.djvu/25

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Al llegar á la Mina, no pudo ménos de sorprenderse Yusef de ver poco más allá á su hermana, que acababa de tomar agua en una alcarraza para Fátima, á quien por la desigualdad y recodos del arroyo, no habian visto sentada en una peña Juan de Silvela ni su amigo. Bebió la anciana, y, dejando Moraima la alcarraza en la verde franja de yerba del arroyo, saludó á Yusef y al Cristiano. Nadie habló palabra, y era tal el silencio, que, sólo de vez en cuando, se oian las gotas que las húmedas peñas de la Mina enviaban al puro y limpio fondo del manantial.

Llegóse Moraima á cerrar la puertecilla, y cuando tornaba á sentarse al lado de su madre, Juan de Silvela, movido de irresistible impulso, exclamó:

— ¿Será licito á un pobre hidalgo dejar en manos de la hermosa á quien ama.... sin esperanza, el único joyel que posee?

Nadie contestó. Sólo Moraima dijo breves palabras en voz baja á Fátima, la cual replicó al punto negativamente, más aún con el gesto que con las palabras.

El Cristiano vio la acción y comprendió lo que significaba. Quitóse la gorra, y tomando la rama de helecho, dijo:

— ¡Hé aquí mi único joyel!... ¿Nadie le quiere?

No halló más respuesta que la primera vez.

Habia —y todavía existe— á la derecha de la Mina, un pequeño ribazo de tierra, donde la humedad del venero mantiene perpétuo verdor, aun en verano.

— Pedazo de tierra de Andalucía, —dijo Juan de Silvela,— que me recuerdas la tierra bendita y adorada de mis padres; montón de yerba, que tan á menudo has traido á mi mente el color de esmeralda de Galicia, recibe, más piadoso que ningún ser humano, recibe en tu seno, ampara y da vida á esta planta, criada en tan luengas tierras, que semanas de jornadas las separan de tí....

Y el Cristiano, sin acertar apénas á ver, porque le enturbiaban lágrimas los ojos, añadió, ahondando con su puñal la tierra, plantando la rama de helecho, y separándose luego, no sin piadoso temor:

— ¡Dios lo quiere! Sé benigno, monton de tierra, que alguna maga trajo aquí desde Galicia, sé más benigno que el hombre, con el único joyel del triste Juan de Silvela. Cuando mi madre me abrace, quiera el cielo no pregunte por la rama de helecho, pues tendré que decirla dónde ha quedado su raíz enterrada, á la par de mi corazón.... ¡Dios lo quiere!