interminable, de la cual brotaban á veces vívidas chispas, que no eran sino reflejos del sol en armaduras, anunciaba á los Malagueños que el aborrecido cristiano, desecho en las lomas de Cútar, y rechazado, hasta entonces, por todas partes, venía con ánimo firme de no retroceder.
Estrecho era el camino y molesto sobremanera, para tan numeroso ejército. Las mansas olas del Mediterráneo besaban los cascos de caballos y acémilas, y á veces, el descuidado peón tenía que huir de las aguas, á cuya lengua iba andando. Breve distancia separaba ya al ejército de la ciudad, cuando corrió la voz de batalla en batalla, de que las compañias de Galicia, que iban á vanguardia, se disponían á combatir.
En aquel solemne momento, en que los hombres se preparan á despedazarse, hay siempre cierta tendencia en cada uno á recogerse y permanecer abstraído, siquiera sea brevisimo instante. Si éste se prolonga, la espera llega á ser casi un dolor, cuya aguda impresion aumenta, conforme más necesario es aguardar. En semejante caso, el hombre necesita serlo con toda firmeza, y estar apercibido para cuanto pueda sobrevenir.
Detúvose el ejército, y al cabo se supo que los Gallegos atacaban al cerro de San Cristóbal, guarnecido de Moros, y que, por estar más alto, dominaba á Gibralfaro. Las oleadas de hombres son tanto ó más movibles que las del mar. Habíanse adelantado los que inmediatamente seguían á las compañías de Galicia, mas, á poco, retrocedieron, viendo que éstas eran rechazadas. Comunicóse el movimiento á todo el ejército, y el desorden fué tal, que ya muchos creian á los Gallegos derrotados y forzoso el retirarse á Vélez.
Rehechos los valientes hijos de Galicia, arremetieron, retrayéndose y embistiendo de nuevo, oponiendo siempre su flema incansable al arrebato de los Moros. Al cabo, se puso el Maestre de Santiago á la cabeza de los Cristianos y señoreó la cumbre, clavando en ella su estandarte Luis Maceda, Alférez de Mondoñedo.
Al lado del Maestre, y cediéndole la delantera, á veces por cortesía, pero mostrando, otras, ciego deseo de pasar adelante, iba un caballero, sin airón en la celada, á quien seguían sólo dos peones. Cuando los Moros, de vencida ya, huian á refugiarse en Málaga, puso la vista en el arroyo, y sin hacer caso de cuanto en derredor