allá de la fertilísima Hoya de Málaga se extendía, quedóse largo rato pensativo. Algo habia en la gran ciudad, emporio del reino de Granada, ó en sus inmediaciones, que se llevaba el corazón del Moro.
Desierto ya el lugar de la refriega, sólo le ocupaban cadáveres de cristianos, desnudos, sobre los cuales se cernían, abatiendo cada vez más el vuelo, cien aves de rapiña, ansiosas de saciar la repugnante voracidad en el hombre, su más preciada ralea.
En aquel momento, dos Montañeses de la Jarquía, cargados de ropas y despojos de cristianos, llegáronse á desnudar al escudero, que aún permanecía armado y vestido. El ginete moro acababa de percibir en él leve movimiento, indicio de vida; y, apoyando el cuento de su desmesurada lanza en el suelo, acechaba, digámoslo, por asegurarse de si se habia ó no engañado. A la sazon iban los montañeses á echar mano al cadáver; mas el ginete hizo con la lanza tal movimiento amenazador, que ambos retrocedieron, como los buitres con el pico chorreando sangre hedionda, sueltan la carnaza llenos de rabia y temor ante el aleteo del águila.
— ¡No le matéis, que aún vive! — gritó el ginete.
— ¿No es perro cristiano? ¡Pues le rematarémos! —respondieron llenos de rabiosa codicia los Montañeses.
— Guardaos de ello, miéntras esté yo delante. Ese hombre vive, es mi cautivo, y me vais á ayudar á llevarle de aquí.
Siempre ha sido indómito el morador de la Jarquía; y el ginete advirtió en el rostro y movimiento de los Montañeses tan poca disposición á obedecerle, que, alzando la lanza, dió con el cuento á uno de ellos de tal suerte, que vino á tierra sin sentido. Dudó el compañero si huir ó quedarse; pero ante el mandato y amenazas del ginete, tuvo por bien obedecerle, quedándose y ayudando al caido á volver en sí. Repuesto el último en breve, pero ya más blando, avínose á obedecer tambien, con lo que, en poco tiempo, hicieron unas parihuelas de ramas de algunos árboles que en torno habia; añadieron hojas, y haciendo de colchón las propias ropas que llevaban robadas, pusieron encima el cuerpo del jóven escudero, no sin aflojarle antes peto y espaldar, por entre cuyas junturas había recibido la herida, y poniendo á sus piés la capellina ó capacete y el escudo, blanco, esto es, sin empresa ni divisa de ningún género.