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el umbral de su destino antes de transponerle. Es un alma a la puerta de la vida. ¿Qué será de ella? Pues bien: añadid seis años a la edad de este niño que sueña; acentuad esos trazos; curtid esa tez; plegad esa frente, peinando de otro modo esos cabellos; empañad un poco esa mirada; entristeced esos labios; aumentad esa estatura; dad más relieve a esos músculos; cambiad ese traje de Italia, del tiempo de León X, por el sobrio uniforme de un joven educado en la sencillez de los campos, que no pide a sus vestidos sino que le cubran con decencia; dejad a toda la actitud cierta languidez pensativa o doliente, y tendréis el retrato perfectamente reconocible de Rafael a los veinte años.

Su familia era pobre, aunque antigua en las montañas del Forez, donde tenía su tronco. Su padre había dejado la espada por el arado, como los hidalgos españoles. Su única dignidad era el honor, que vale por todas. Su madre era una mujer todavía joven, bella, que habría podido pasar por su hermana: tanto se le parecía. La habían educado en el lujo y en las elegancias de una capital, pero ella conservaba sólo ese perfume de lenguaje y maneras que nunca se evapora, como la fragancia de las pastillas de rosa del serrallo permanece siempre en el cristal donde estuvieron conservadas.

Relegada a las montañas, entre un marido que el amor le había dado, y unos hijos en quienes cumpliera todas sus complacencias y todos sus