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te de peldaño en peldaño la escalera de la ciencia, sin querer nunca salvar el último, que conduce a Dios!

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LXXV

En pocos días, aquel segundo padre me tomó tal afecto, que quiso darme por las mañanas, en su biblioteca, lecciones de las altas ciencias que habían hecho su renombre y ahora constituían su recreo. Yo iba, de cuando en cuando, por la mañana. Julia solía subir a las mismas horas. Era un espectáculo raro y conmovedor el de aquel anciano sentado en medio de sus libros, monumento de los conocimientos humanos y de la filo sofía, cuyas páginas había él agotado durante toda su vida, revelando los misterios de la Naturaleza y del pensamiento a un joven que se mantenía en pie detrás de él, mientras que una mujer joven y bella, como la Beatriz del poeta de Florencia—filosofía idealizada, sabiduría amorosa, servía de primer discípulo al viejo y de condiscípulo al joven hermano. Ella traía los libros, hojeaba las páginas, señalaba con su lindo dedo de rosa los capítulos; circulaba entre las esferas, los globos, los instrumentos, los montones de volúmenes envueltos en el polvo de la ciencia humana; parecia el alma de la Naturaleza redimiéndose de la materia para iluminarla y hacerla amar.

En pocos días aprendí y comprendí más que en