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oyó el ruido de la puerta, que yo cerré tras de mí; se creía sola. Pude contemplarla largamente sin ser visto. No había entre los dos más que la distancia de unos veinte pasos y la cortina de un parral despojado de pámpanos con les primeros fríos. La sombra de las últimas hojas de vid luchaba sola en su rostro con los rayos de sol, y parecía hacerlos flotar en él. Su estatura aparentaba ser mayor de lo natural, como la de esas mujeres de mármol, completamente envueltas en lienzos, de las cuales admiramos la figura sin discernir las formas. También ella estaba envuelta en una vestidura de pliegues amplios y sueltos; un chal blanco ceñido al cuerpo dejaba sólo ver sus manos, de dedos afilados y un tanto enflaquecidos que se cruzaban sobre las rodillas. Hacía girar entre ellos negligentemente uno de esos claveles rojos silvestres que florecen sobre la nieve de las montañas, y que se llaman, ignoro por qué, clavel poeta. Un volante del chal, subido en forma de capuchón, cubría lo alto de su cabeza para defender los cabellos de la humedad de la tarde. Lánguidamente doblegada sobre sí misma; inclinado el cuello sobre el hombro izquierdo; cerrados los párpados por largas pestañas negras contra el fulgor del sol; petrificadas las facciones; pálida la tez; la fisonomía sumergida en un pensamiento mudo, todo le hacía asemejarse a una estatua de la muerte; pero de la muerte que atrae y eleva el alma al sentimiento de las angustias humanas y la conduce a las regiones de la luz y