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Alli recibí una educación adoptiva hasta la muerte de la segunda madre que me había dado el destierro. Tenía doce años cuando el Gobierno se encargó de proveer a mi vida en calidad de huérfana de un criollo que había prestado servicios a la patria. Fuí educada con todo el esplendor del lujo y entre las selectas amistades de esas casas suntuosas en que el Estado recoge a las hijas de los ciudadanos muertos por la nación. Allí crecí en edad, en talentos precoces, y, según decían, en lo que entonces se llamaba belleza: gracia grave y triste, que no era sino la flor de una planta tropical que se abría, por unos días, bajo un cielo extraño. Pero aquella beldad y aquellos inútiles talentos no tenían ojos ni cariños que alegrar fuera del recinto en que me veía encerrada. Mis compañeras, con las cuales había yo sellado esas amistades de la infancia que llegan a ser como parentescos de corazón, iban yéndose una a una para volver a casa de sus padres o seguir a sus maridos. Yo no tenía madre que me llamase. Nin gún pariente venía a visitarme. Ningún joven oía hablar de mí en sociedad ni me pedía en matrimonio. Yo estaba triste por la marcha sucesiva de mis amigas; triste por el abandono del mundo entero y por aquella eterna viudez del corazón antes de haber amado. Con frecuencia lloraba en secreto. En mi interior, culpaba a la negra de no haberme dejado sepultar en las olas de mi primera patria, menos crueles que las del mundo en que me veía arrojada.