Oficio, que á un lugar de refugio y de consuelo.
La humanitaria institución de las Hermanas de la Caridad, de esas mujeres que recojen á los huérfanos cuando un honor mal entendido los arroja del seno maternal, que consuelan á los moribundos en los campos de batalla y que sostienen los débiles pasos de los ancianos, en esos asilos que se llaman casa de incurables; esas mujeres, repito, cuya misión bendita es la abnegación completa de todo egoísmo personal; esos ángeles consoladores que deben llevar la sonrisa en los labios y la compasión en sus ojos, simbolizando á la esperanza, que deben, en fin, identificarse con el dolor mismo, ¿cumplen con el deber que se han impuesto? Desgraciadamente, no. Entre las Hermanas de la Caridad, como en la mayor parte de las asociaciones católicas, domina el más sórdido egoísmo, y en algunos de sus individuos, el refinamiento del mal, porque no se puede dar otro nombre cuando vemos á esos seres miserables emplear los medios de la más ruín venganza, contra infelices criaturas privadas en su infortunio, hasta de la defensa natural, consistente en las fuerzas físicas.
¡Cuántas veces llama la sociedad crimi-