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RAMOS DE VIOLETAS

—Piense usted en ponerse buena y deje lo demás,—contestó la joven que tenía un semblante dulce y expresivo.

—¡Ah! como tú no lo sufres, por eso dices eso; si tú vieras lo que estoy pasando, ya pensarías en vengarte como pienso yo, y Dios no me quite la vida hasta que consiga mi deseo.

¡Cuánto daño me hicieron estas palabras! Veía á aquella mujer en el último capítulo de su historia, alimentando las fatales ideas del odio más reconcentrado y más profundo; no pude menos que acercarme á ella y hablarla con toda la persuasión y el consuelo de que me sentí capaz.

La infeliz me miró sorprendida, y lentamente, su mirada se fué dulcificando y con voz trémula me contó una serie de sufrimientos íntimos, que habían dado por fruto la desesperación de su alma; y cuando falta de recursos, anciana y débil, había ido á buscar en un asilo benéfico la energía del cuerpo y el vigor del espíritu, ¿qué encontró? El ensañamiento incalificable del fuerte contra el débil.

El que siembra vientos recoge tempestades; esta mujer no había encontrado en la senda de su vida, más que abrojos, por eso sólo brotaban espinas de sus pensamientos.