se miraron después, y tristemente
señalaron los dos al firmamento.
—¡Adios Enrique, adios! perdón os pido
por el inmenso mal que os he causado.
¡Cuánto Enrique por mí habreis sufrido,
pero la Providencia os ha vengado!
— Ya os lo dije otra vez, «que yo en mi mente
no abrigo contra vos ningún encono,
y siempre pediré al Omnipotente
que él os perdone como yo os perdono.»
Sus manos se estrecharon anhelantes,
sus miradas ardientes se cruzaron,
y lágrimas de fuego en sus semblantes
por sus mejillas pálidas rodaron.
Enrique hizo un esfuerzo y presuroso
abandonó la estancia mortuoria
diciendo con acento doloroso:
— ¡Dios mío! haced que pierda la memoria.
Sara fijó en la muerta su mirada
y dijo con profundo desconsuelo:
— ¡Dichosa tú! que acabas tu jornada.
¡Ruega... ruega por mí, ángel del cielo!
¡Qué transición! Cuando por vez primera
Enrique la ofreció su amor profundo,
en un salón de baile se encontraban
gozando del placer que brinda el mundo.
Cuando se vieron, por la vez postrera,
junto á un lecho de muerte se miraron
y cerrando los ojos de una niña
sus manos convulsivas se encontraron.
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Ramos de violetas