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Leandra adquirió al cabo la costumbre del silencio, la de la obediencia pasiva, y aceptaba aquella lenta muerte que la Providencia le ofrecía con el nombre sarcástico de vida.

IV

Los Santos.—Extasis.—Paliza.

Era llegado el día 31 de octubre, y la iglesia se preparaba a conmemorar nuestros difuntos. En las desiertas naves del templo de Villahonda, cuyo silencio de sepulcro predisponía el alma a la oración, sólo se hallaba algún devoto murmurando sus oraciones. Todas las capillas permanecían a obscuras; sólo en la nave principal ardía una lámpara de aceite derramando tembloroso fulgor s80bre los objetos que la rodeaban y haciendo aumentar o disminuir alternativamente sus siluetas de sombra. Había sonado el reloj las seis de la tarde.

En un rincón de la más apartada capilla oíanse suspiros y sollozos. Allí estaba Leandra, arrodillada, con ambas manos cruzadas y sublime expresión de tristeza en el semblante.

—¡Padre mío—exclamaba—, padre mío! ¡Acércate más, acércate a mí! ¡Siempre te veo en las sombras, lejos... muy lejos!... ¡Te llamo y no me escuchas!... ¡Dame la mano, cógeme en tus brazos!... ¡Yo quiero subir contigo a ese sitio que te