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grupo de voluntarios trayendo varias camillas cargadas de heridos.

—¡Ayudadnos hospital—decían a llevar a estos desdichados al a cuatro o cinco mujeres que se asomaron a las ventanas—, y dentro de un rato volved por nosotros, que ya estaremos heridos... o muertos!

Las piadosas mujeres descendieron a la calle y cargaron con las camillas. Yo me acerqué a ellas y contribuí a la cristiana obra.

II

Desde ocho días antes, el bombardeo no cesaba.

Las altaneras águilas de Wagram y Austerlitz hablaban por cien bocas de bronce, arrojando sobre los muros chafados de Gerona horribles esputos de fuego. Cada detonación tenía un eco dentro de Gerona, y apenas perdido en los aires el tronido del cañonazo que agitaba la atmósfera, como el aleteo de un pajarraco inmenso, surgía de las calles otro estruendo mayor: el desplome de los edificios aplastados por las granadas y balas rasas. ¡Atroces momentos aquellos!

Mi casa fué de las que primeramente se hundieron. De entre los escombros salió ilesa por milagro mi pobre abuela, que gritando y lamentándose de la general desgracia se metió en la catedral, sobre cuyo cimborrio, dirigidos por el médico Castelví, varios payeses estaban montando una