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¡Aquella debía ser el alma de Siset!

No puedo contaros una palabra más del frailé, y a él debe ocurrirle lo propio, pues irremisiblemente hubo de morir aquella noche de atormentadores recuerdos para el que esto os refiere.

Como mi persona ha de interesar poco, no os diré de ella sino que padecí más de un mes terribles fiebres; que asistí en sueños a la rendición de Gerona, y que, después de restablecido, sólo disparatado sueño creía que fuese el ver los brazos de mi patria cargados con la ominosa cadena de la servidumbre.

Afortunadamente, los sucesos vinieron luego a gusto nuestro, y los franceses tornaron a pasar por Roncesvalles.

Un día, dos años después, en que, paseando por los muros del Condestable, revolvía con la punta de mi garrote un montón de escombros, me pareció descubrir entre ellos un hueso humano. Seguí revolviendo el cascote, y otros muchos huesos más aparecieron sucesivamente, todos los cuales debieron formar el esqueleto de un hombre. Un pedazo de paño burdo envolvía aún los correspondientes a la región torácica... Sí; aquel era el foso donde se estrelló el padre Siset... Cinco o seis pasos a la derecha de su descabalada osamenta encontré un cráneo. Estaba sobre la tierra, como si su dueño se dispusiese a salir al mundo a la vibración primera de la trompeta del último juicio, y en una de sus vacías órbitas había echado raíces una amapola de sangrienta flor... Aquel imprevisto y tris.