el lejano resplandor de aquel sol de los flebotomos.
Ella le amaba, por más que él no la escribía.
Ella le esperaba, aun cuando él no le había dicho que iba a volver. Marta estaba a media correspondencia con la felicidad.
Y pasaron muchos otoños, y el valle de Albaladejo y los lejanos verdes picachos de Nidonegro se blanquearon de nieve, se pintaron de abigarrada floración, se llenaron de ganados de alba lana, y quedaron de nuevo tristes, solos, hechos panteón del idilio; y cuando la luna vino con luz en el primer creciente del mes de octubre, la sombra helada y rígida de aquel ciprés negro y escueto se marcó en el suelo desnudo como el mástil del falucho de la muerte encallado entre las peñas de la eternidad.
Marta había adelgazado mucho, se había espiritado y convertido en un ser casi transparente.
Había cumplido los treinta años. Los treinta años son a la mujer lo que el mes de octubre al año.
Viene la primera cana; hiela en el alma el primer filón de nieve; en la ideal y soñada canastilla de novia hace su primer nido la lechuza. Entonces es cuando Virginia sabe que Pablo ha muerto.