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les envolvía; pero no tanto que dejara yo de apercibirme de que al traspasar las lindes del huerto sus bocas se unían en un beso... No fuí dueño de mí. Corrí tras ellos. Mi mano se armó de un cuchillo... Herí a ciegas, con fuerza, brutalmente.

Una ola de sangre salpicó mi rostro y quedé sin vista. Caí al suelo, y me pareció que por el balcón salía ruido de música, que Leocadia estaba de nuevo sentada al piano y que este maldito vals sonaba, burlando mi furia, porque yo había matado a su amante y había hecho inmortal su amor, poniendo entre dos almas una tumba.

Abril, 1882.

FIN