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Acta Apostolicae Sedis - Comentario Oficial

es decir, instruir a los hombres predicando las verdades divinamente reveladas y santificarlos con la infusión copiosa de la gracia divina; y así, a la misma sociedad civil, que una vez se conformó y desarrollo según el espíritu cristiano, procura llamarla a su primitivo estado. argumentando así llamar a la prosperidad primitiva a esta misma sociedad civil que una vez moldeó según el espíritu cristiano, cada vez que la ve desviarse del camino correcto.

La Iglesia conseguirá felizmente esta obra de santificación común, cuando, por el don benigno del Señor, pueda proponer a la imitación de los fieles aquellos de sus hijos más queridos, que se distinguieron en el ejercicio de todas las virtudes. Lo que hace, ciertamente según su propio carácter, constituida como está por Cristo su Fundador, santo en sí mismo y fuente de santidad; mientras que aquellos que se confían a la dirección de su magisterio deben, por voluntad de Dios, esforzarse vigorosamente por la santidad de la vida. Esta es la voluntad de Dios, dice San Pablo, vuestra santificación[1]; y cuál debería ser esta santificación, el mismo Señor declaró: Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto[2]. Tampoco se cree ya que la invitación se dirija sólo a unas pocas almas privilegiadas y que otras puedan quedar satisfechas con un grado menor de virtud. Por el contrario, como se desprende del tenor de las palabras, la ley es universal y no admite excepción; por otro lado, esa multitud de almas de todas las condiciones y edades que, como atestigua la historia, alcanzaron la cúspide de la perfección cristiana, tuvieron las mismas debilidades de nuestra naturaleza y tuvieron que vencer los mismos peligros. De hecho, como dice excelentemente san Agustín, Dios no manda lo imposible; pero cuando manda, nos advierte que hagamos lo que podamos y que pidamos lo que no podamos[3].

Por lo demás, Venerables Hermanos, la solemne conmemoración, celebrada el pasado año, del tercer centenario de la canonización de los cinco grandes santos: Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Felipe Neri, Teresa de Jesús e Isidro Labrador, ayudó no poco a fortalecer en los fieles el amor por la vida cristiana.

  1. 1 Ts 4, 3.
  2. Mt 5, 4.
  3. San Agustín I De natura et gratia, c. 43 n. 50.