cant, su horrible vestimenta, la superficialidad de costumbres incoloras — haciendo desaparecer, merced al adelanto de las vías de comunicación, el encanto de lo natural, de lo local, el hombre con su historia y sus costumbres según la latitud en que se encuentra.
El placer de los viajes es un don divino: requiere en sus adeptos un conjunto de condiciones que no se encuentran en cada boca-calle, y de ahí que el crite- rio común ó la platitud burguesa no alcanzen á com- prender que pueda haber en los viajes y en las emi- gracioncs goce alguno: sólo ven en la traslación de un punto á otro la interrupción de la vida diaria y rutinera, las incomodidades materiales ; tienen que encontrarse con cosas desconocidas, y eso los irrita, los incomoda, porque tienen el intelecto perezoso y acostumbrado ya á su trabajo mecánico y conocido.
Pero los pocos que saben apreciar y comprender lo que significan los viajes, viven de una doble vida, pues les basta cerrar un instante los ojos, evocar un paisaje contemplado, y éste revive con una intensidad de vida, con un vigor de colorido, con una precisión de los detalles que parece transportarnos al momento mismo en que lo contemplamos por vez primera, y borrar así la noción del tiempo transcurrido desde entonces.
La vida es tan fugaz que no es posible repetir las