dientes madrigales á ese gordo astro con ojos de car- bunclo, y cuya fisonomía, para usar una expresión que no es poética, parece estar encuadrada en una aureola de cerillas fosfóricas en combustión!
¡Pero la noche! He ahí el terror. La noche de ve- rano es absolutamente insuprimible. E1 día sofocante puede evitarse durmiendo, pero la noche, ¿quién duerme en las noches de verano? No me refiero, por cierto, al tranquilo mortal que vive de ilusiones y contempla embebido la luz de la luna, á que ha dado en llamarse pálida. Y no existiendo vida fisica, la intelectual se encuentra aniquilada, ¿Quién puede pensar cuando reina el calor? Ni se tienen ideas ni se tiene apetito. El cuerpo, como el espíritu, se sien- te anonadado.
Ni el dulce refugio de los desencantados es posible. El verano suprime la gastronomía . Los verdaderos entendidos — y este es un consejo de Roqueplan, el émulo de Brillat Savarin — es á luz de las bugías que celebran sus festines: nada es efectivamente más feo que una salsa vista al sol. Pero, ¿quién se solaza al derredor de una mesa cargada de manjares sucu- lentos, en un salón profusamente iluminado, cuando la naturaleza entera parece aplastada por esa capa de plomo que se llama calor ?
Alguien que había observado detenidamente la na-